La alegría de vivir
Hace apenas un mes gozaba las emociones más intensas de mi vida. Ahí iba yo, dando tumbos en mi Vespa por las calles de Roma, balanceándome de un lado a otro, mientras me abría paso entre las congestionadas avenidas y los callejones adoquinados de la populosa capital italiana. Los carros viraban abruptamente, cambiando de un carril a otro, haciendo sonar sus ruidosos claxon. ¡Me sentía entusiasmada! Vivía entonces cada momento al máximo, riéndome y gozando la vida, ¡despreocupada del futuro y libre como el aire!
Me dirigía ese mediodía a Trastevere para almorzar con mi colega y amiga catalana Dolors Massot. Trastevere significa “cruzando río” y le viene muy bien el nombre, pues está al otro lado del río, en la orilla oeste del Tíber, o “Tevere” en italiano, donde actualmente florece una flamante zona bohemia que, no bien así, se obstina en honrar sus centenarias raíces de clase obrera. En cierto modo, me recordaba a Greenwich Village, Nueva York, en la década de 1970 y a principios de los ochenta, justo cuando yo viví ahí. Sin embargo, la historia milenaria y el estilo europeo de Trastevere son inconfundibles e inimitables: únicos.
Al anochecer, fuimos a dar a una pequeña trattoria repleta de parroquianos que charlaban apasionados mientras comían y bebían. En nuestra mesa, Dolors y yo hablábamos de nuestro pasado y de nuestros planes para el futuro, al tiempo que nos dejábamos empapar de la nostalgia que inevitablemente avivan el paisaje y los olores de Trastevere.
De pronto, Dolors se dio cuenta de que mi cuello estaba rígido. Le hice saber que esa falta de movimiento cervical se debía a un accidente automovilístico en el que me había visto involucrada hacía mucho tiempo, y el cual, con el paso de los años, había acabado por afectar mi columna vertebral. En 2009, una cirugía casi milagrosa me había concedido una segunda oportunidad para tener una vida “normal”.