Pasión a cualquier edad
Estuvo a punto de no suceder. Sufría de artritis en mis articulaciones. A veces, sentía mis extremidades entumecidas y rígidas. Debía hacer todos los días una rutina matutina de ejercicios de estiramiento para ponerme en circulación. Aun así, ahí estaba yo, en los famosos estudios Ripley Grier de la Ciudad de Nueva York, donde la crema y nata de Broadway, y compañías de ballet y ópera suelen ensayar antes de presentarse en escena, justo ahí estaba yo, ansiosa pero curiosa, decidida a tomar mi primera clase de tango.
Al caminar de un lado a otro por los pasillos, de pronto me sentí como una niña en medio de una dulcería. Creí alucinar al ver tantos bailarines, actores, actrices, cantantes, talentos infantiles con sus madres teatrales, todos practicando sus rutinas artísticas. Sin embargo, a la sombra de mi entusiasmo, iba creciendo un incontenible sentimiento de pavor, más aún al avanzar hacia mi clase de tango.
Mi instructora debió haber percibido el pánico que afloraba en mi cara, pues enseguida se mostró comprensiva y solidaria conmigo. Aun así, no dejaba de sentirme totalmente fuera de lugar. ¿Qué diablos hacía ahí?
Habían pasado décadas desde mis primeras clases de ballet, no había pisado una pista de baile en años y, además, me había vuelto tímida e insegura con respecto a mis movimientos dancísticos. La parálisis era el sentimiento predominante. O así lo creía yo.
De repente, escuché la música que recordaba desde mi infancia: ¡tango! Lentamente, mis pies empezaron a moverse y mi cuerpo quiso seguirlos, aunque con cierta torpeza. La coordinación se dificultaba aún más al tener yo una personalidad tipo A, es decir, un tanto competitiva. Me pareció extraño, debo admitirlo, rendirme en brazos de alguien en una pista de baile. Por otro lado, me apasionaba este nuevo reto; sabía que no me iba a dar por vencida.
Pasé la mayor parte de mi infancia en una casa del montón, en uno de los suburbios de clase media más insípidos y ordinarios de todo San Juan de Puerto Rico. Había puertas que no conducían a ningún lado y ventanas que jamás se abrían. Una infancia deprimente, sin duda. Mi padre solía ocultarse detrás de sus escritos legales y sus lecturas constantes. Mi madre era una mujer inteligente, pero desdichada y, casi siempre, triste, a pesar de su fe religiosa. Para llenar su vacío, se refugiaba en la música de Gardel, Magaldi, Hugo del Carril, Libertad Lamarque, Julio Sosa y Roberto Goyeneche, cuyas canciones entonaba mientras leía su cancionero de tango. Desde niña, siempre trataba de cantar con ella, y al día de hoy, recuerdo las letras de muchas de esas canciones.
Han transcurrido muchos años desde entonces, y aquí estoy, en una verdadera pista de baile, aprendiendo a soltarme, dejándome ir al compás del bandoneón y animando con mis movimientos esas letras que jamás he olvidado.
El tango es un baile de pasión. Su música es sensual, triste, melancólica, misteriosa y alimento para el alma. Es un baile de pareja enlazada que se mueve como unidad danzante al compás de la música. Bailar tango ha sido para mí un desafío que he asumido con la devoción de una auténtica creyente.
Han pasado dos años desde que puse por primera vez mi pie en los estudios de tango, y cada sesión me sigue enloqueciendo. Estoy perdidamente enamorada de esa música que oí por primera vez de niña, y en cada clase, mientras deslizo mi cuerpo a su compás, mi deseo es el mismo: rendirme sin reservas ante la experiencia del tango.
Vivir, en fin, una entrega total.